martes, 6 de enero de 2015

Patagonismo

Uno a veces trata de escribir cosas muy rimbombantes y pretenciosas que terminan siendo de lo más artsy-fancy.
Hoy no, quise ser más directo, pero me salió algo que parece escrito por un niño. (Pero qué suerte: bajo las capas de grasa y la barba y los aros aún habita un pedacito de ese que fui).
Y dice:
Yo pienso que son un gran error las ciudades.

¿Por qué?

Porque nos separan de la Naturaleza. Todo lo que nos pasa es a través de un medio.

No hay experiencias directas como tomar agua de un río sin siquiera hervirla, o charlar junto a un fuego varias horas antes de dormirse. Que te despierte la luz de la luna entrando por la ventana.
No se ven las estrellas en el cielo, no se sienten los olores del viento. Todo eso está vedado.

No me gusta nada de esto, ya.

Estoy cansado de adormecerme con libros, música, películas y comida.

No me convencen las promesas de que con esfuerzo se obtiene una vida cómoda en la ciudad.

¿Manejar un auto es más cómodo que andar en colectivo?
Es, como diría un sabio niñito, «la misma mierda pero con distinto olor».

¿Tener el acceso mediante una computadora a la información de una cuenta bancaria donde aparece un numerito que cuanto más distante de cero esté más me asegura tranquilidad y «un futuro»? ¿Eso es seguridad, eso es realizarse?

¿No entiendo estos planteos porque soy tonto? ¿O porque me están vendiendo cualquier verdura?

Nada de esto se siente tan real como aquello.
Nada.

Y si querer hacer lo que siento que es lo mejor para mí es estar loco, pues claro que estoy loco.
Nada más.
Bueno, mentira.

Por medio de la presente, se funda informalmente el nuevo -ismo llamado «el patagonismo»: la nueva forma de no-pensamiento orientada a la no-acción para la no-realización de la no-llegada al no-lugar; la escuela-cofradía sin más que un solo cofrade, miembro fundador y vicepresidente junior —quizá con apoyo moral de algunos, pero no mucho más—, sin manifiesto, sin programa, organizada en torno al deseo inefable de dejar de respirar los vapores nauseabundos de la basura estancada que entorpecen mi pensar y de reemplazarlos por las fitoncidas de los coihues, los cipreses, de los ñires y los alerces, de los arrayanes, de los maitenes, de los radales, de las lengas, hasta de las nalcas y de las cañas colihue.
Basta, basta, basta.
Basta de Macri y de Scioli y de Cristina y de Massa y de Randazzo y de Obama y de Chávez y del Che y de Lola y de Mangeri.
Basta de Tinelli, de Feinmann, del otro Feinmann, basta de la radio Vale, de 678, de Dolina, de Hadad, de TN y hasta de La Tribu.
Basta de alertas, basta de urgentes, basta de títulos, basta de novedades, basta de informativos.
Basta de todo el metal, basta de Luis Miguel, basta de Atahualpa Yupanqui, basta de Iorio.
Basta de los perfumes baratos, basta de Chanel Nº 5.
Basta de los perros, basta de los gatos, basta de los pececitos, basta de las tortugas, basta de los lagartos oberos, basta de los gecos, basta de las cucarachas, basta de las palomas.
Basta.
Y basta, basta, basta, basta de los veganos, de los carnívoros, de los vegetarianos, de los omnívoros.
Basta de las caras de zombies, basta de las caras de vivos.
Basta de querer meterme (en) tus cosas y de tratar de sacarme (de) las mías.
Basta de subirse a los trenes de otros.
Basta de «ideas».

Silencio. Silencio. Silencio.
Silencio. Silencio.
Silencio.

Quiero escuchar qué tengo para decirme yo a mí mismo, por mi cuenta, a ver si tanto vale la pena.
Uno es mucho más que los canales que ve, los libros que lee, los discos que escucha.

¿O no?

Silencio.